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Carta de suicidio

¿Conoces esa sensación de vacío que no llena ninguna palabra, ningún abrazo,

que no llena, ni calma, ni consume ninguna cama?

¿Has oído hablar de la sinestesia?

Aquella que me producía un maremoto en mi interior si me hablabas.

Aquella que me daba escalofríos si veía tu nombre iluminando la pantalla.

¿Has oído hablar de los principios?

Aquellos que tantas veces traicioné, reincidente de ti.

A propósito para secundar tus malditos despropósitos, reincidentes en mí.

¿Has leído alguna vez una carta de suicidio?

Esto será lo más parecido que haya barrido tu mirada.

Descuida, que no mata.

Si conoces de las grietas, que alguna vez hayas podido sentir, arañando tu prisión de costillas abatidas, tal vez puedas entenderme, ahora que estoy gritando de la manera más callada que puedo.

Si por algún casual, el desamor, la amargura y la ironía llamaron a tu puerta a la vez, y les abriste porque creíste que en su imagen Las tres gracias vendrían a investirte de ron y miel. Descuida, y ríe. Porque se acaban de ir, y no veas el vacío que deja la costumbre de perderte, hasta que te perdí.

Llora, que hace frío, y tú, tan caliente, debes apaciguar esa tormenta que se quedó sin nombre, y convertida en tifón desapareció absorbiéndolo todo hasta las risas, que no eran de engaño. Y cómo duele el vacío de la costumbre, aunque haya sido el tuyo, que en poco merecía de mí.

Esto es lo más parecido a una carta de suicidio

del que no quiere dejar de morir

porque mientras muera

se sabe vivo

aunque sea de ti.

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