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Hoy nace una estación

La belleza de su cuerpo es natural. Su piel cálida está bañada por la luz del dormitorio, allí donde parece brillar y su tacto incita al terciopelo. Allí donde quiero recorrer cada ápice de su cuerpo, de su contorno: sus caderas marcadas, la curvatura de sus piernas, el precipicio de su boca. Allí donde tocarla es poseerla, olvidarme. Perder mi cordura y abandonarme a los instintos de admirarla, hacerla mía. Cumplir todas su promesas.

Hoy la quise, y aún la quiero. Hoy sus piernas se ciñeron a mi cadera, mi espalda sinuosa bailó con ella y mis brazos la recogieron cuando la sensibilidad invadió su ser y me miró. Abriendo sus grandes ojos. Sonriendo. Devorándome en un Te quiero cómplice. Suyo. Nuestro.

Hoy la amo, y entregaría mi vida en una deuda si esta no me alcanzase para amarla como merece; como me pide el alma.

Hoy la necesito. Egoístamente, mía. Para sobrevivir al invierno de mi cama vacía el resto de los días que no me despierten sus besos.

Hoy me doy cuenta de que estoy a un paso de perderla, que siempre lo he estado. Un pie en el vacío en esa incertidumbre incierta que es mi miedo a echarla de menos, a descubrirme ensimismado con la sonrisa despierta.

Hoy me doy cuenta que ya la echaba de menos, sin conocerla. Que es esa habitación vacía con la llave olvidada en alguna chaqueta. Sin necesidad de sentirla, pero siempre presente. Hoy me doy cuenta, al besarle la vida, que la habitación en la que han dormido las anteriores a ella es solo un cuarto de invitados en alguna residencia de vacaciones.

Hoy huele a hogar toda mi casa. Todo mi interior crepita con sus palabras. Su voz resuena en las paredes, en el suelo hay una cálida alfombra donde andar descalzo y no me importa caer si ella me recibe en sus brazos, y rodamos.

Hoy nace una estación.

Donde el tren siempre pasa.

Siempre es el mismo.

Siempre me subo.

Y siempre me lleva a casa.

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