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Frío rojo

"¿Cómo podía tan siquiera tocarme? Y más haciéndolo de esa manera tan delicada. ¿Cómo podía ser el monstruo que me mataba a golpes, y el mismo por el que, incomprensiblemente, me moría de pena al verlo consumido sin poder abrazar? Pero fue él, me agarró de la nuca, marcando sus fríos dedos en mi piel, recordándome el porqué de mi pregunta: porque debía ser suya, y de nadie más".

Hacía frío, el suficiente como para que el vello se erizara, tanto como para aferrarme a la nieve, hundiendo mis rojas y temblorosas manos en ella, buscando mi abrigo, la única prenda de calor que tenía cerca. Pero estaba rota, húmeda, y más fría que mi cuerpo. Me levanté y tropecé nuevamente. Esta vez me aseguré de que sus pasos se mantuvieran a distancia, aunque su perversa risa siguiera retumbando como el eco por la calle.


La herida seguía abierta, consumiendo mis fuerzas, flaqueando mis piernas. Retomé el paso, cojeando, dolía demasiado. Sentí sus pisadas a escasos metros y grité ahogando mi pánico. El vaho salió de mi boca como si fuese mi alma evaporándose en la noche, confundiéndose con la escasa luz de la única farola. Vi su imponente figura, ataviada con un gran abrigo, con la bufanda roja que le regalé, con sus puños cerrados en rabia, y con su mirada firme. La misma que me heló los pensamientos, la misma que derritió la nieve bajo mis pies haciéndome caer en un precipicio infinito. Mis piernas flaquearon aún más, no sentía las rodillas, y finalmente mi peso cedió ante el pánico, ante el frío, ante él. Empecé a llorar, irreconocible, asediada por el temor de la incertidumbre. No eran lágrimas de tristeza, eran de miedo. Apreté con fuerza el mango del cuchillo que aún guardaba en mi bolsillo. Tenía que ser fuerte, tenía que enfrentarlo. No podía seguir huyendo, estaba demasiado cansada.


Su aliento salía de la boca como la llama de un dragón, grande, poderoso y decidido con la mira en mí. Todo mi cuerpo temblaba, frío y miedo, dejé de pensar cual era el verdadero motivo. Se aproximó hacia mi posición, hacia mi fingida derrota: hacia mi trampa. Cerré los ojos y sentí como su cuerpo había caído frente al mío, arrodillado, fatigado por la carrera, con la nariz roja y su mirada más brillante que nunca. Aún apestaba a alcohol.


Acarició mi cara, y los moratones provocaron que ardiera en dolor. Pasó su dedo sobre mis labios, limpiando los restos de sangre. Aspiré sin saber que decir, pero eran tantas cosas las que pensaba...¿Cómo podía tan siquiera tocarme? Y más haciéndolo de esa manera tan delicada. ¿Cómo podía ser el monstruo que me mataba a golpes, y el mismo por el que, incomprensiblemente, me moría de pena al verlo consumido sin poder abrazar? Pero fue él, me agarró de la nuca, marcando sus fríos dedos en mi piel, recordándome el porqué de mi pregunta: porque debía ser suya, y de nadie más.


Gemí ante la impotencia de no poder formular palabra, mi garganta estaba seca, helada, ronca y débil. Quise alejarme de sus manos, que apresaban mi cuello, pero no fue necesario. Me soltó al tiempo que ciñó su cuerpo junto al mío, abrazándome. Sentí como se estremeció, como su gran espalda se convulsionaba al ritmo de su llanto. Había desatado toda la furia que contenía su corazón, y lo había hecho a modo de rabia, de incapacidad por no poder entender el motivo por el cual su corazón latía tocándome. Él era así: agresivo y vulnerable, incomprendido y hastiado. Pero era mío. Lo suficiente como para que mi mano soltara el cuchillo y correspondiera a su caricia, apretándole contra mi pecho, cerrando en un puño su abrigo y liberando el temor que sentía a modo de pequeños gemidos.


―No más. ―Golpeó su aliento en mi oído―. Yo no quiero hacerte daño. ―Era frío.


―No. ―Tragué saliva arañando mi garganta, soltándome de su abrazo―. No ―le miré decidida.

Encontré sus ojos oscuros más negros que nunca, sus labios arrugados y quebrados por el frío, sus manos resistiéndose a soltarme y sus lágrimas secándose en el recorrido de su cara.


―Prefiero matarte que verte con otro. ―Me cogió del cuello, empujándome contra la nieve, aprisionando mi estómago con su peso, bloqueándome la salida con sus piernas y tapándome la boca con su mano izquierda, mientras que con la otra, buscaba con ansia en el interior de su abrigo. Pero no encontraría lo que buscaba: el cuchillo lo tenía yo.


Gemí ahogando mi grito entre su mano, aterrorizada ante aquellos ojos cuarzo, oscuros, impenetrables. Pataleé entre sus piernas, queriendo liberarme de su cárcel, pero su peso era superior a mis fuerzas. Además, la herida del muslo empezaba a arder, seguramente emanando más sangre por la presión. No encontró el arma y me golpeó furioso, remarcando las heridas de mi rostro. Escupí sangre y en seguida aspiré aire en un espasmo. Alargué los brazos, retorciendo mi cuerpo, para aferrarme a la nieve, que me sirviera de impulso para liberarme de sus piernas. Conseguí un poco de distancia, aún atrapada entre su cuerpo, pero me agarró de la camiseta, rompiéndola y arrastrando mi espalda por la nieve, atrayéndome hacia él.


Apoyó el peso en una pierna sobre mi herida, y grité llenando la calle con mi tortura. Aprovechó el desgarro de la ropa para rasgarla con furia y abrirla al completo. El cuchillo salió despedido de mi bolsillo, sin embargo estaba demasiado obcecado con su nueva pretensión. Posó la mano y su sucia mirada sobre mi abdomen. Vibré por el impacto de sus dedos fríos, por aquella persona que se había vuelto desconocida y por los continuos sollozos que producía mi garganta. Su mano ascendió rozando mi piel hasta el valle de mis pechos, hundiéndola en la tela del sujetador.


Esbozó una truculenta sonrisa colmada de lascivia―. No ―supliqué. Pero continuó sin escucharme, introduciendo sus dedos bajo la tela, oprimiendo mi piel contra su mano. Permanecía con la mirada en mi pecho, hasta que se cruzó con la mía. Reaccioné con un giro inesperado de mi corazón. No era amor, aquél monstruo lo había devorado todo, hasta los resquicios. Pude sentir como nuevas ideas surgieron en su mente, ambicionando mi cuerpo. Se lanzó sobre mi cara, apretando con su mano la mandíbula, sosteniéndome firme. Me acarició con besos vacíos, con fríos sentimientos, forzando mi voluntad a su deseo. Empezó a ser agresivo mordiendo mi piel y babeando en mi cuello. Se entretuvo arañando el resto de tela que me cubría, desnudando mis hombros. Encorvó la espalda para desabrochar la hebilla de su cinturón, liberando la presión sobre mi herida. Antes de que volviera a recaer su peso, intenté mover la pierna, pero no reaccionaba a mi petición. Se había vuelto un peso muerto. Sus manos atacaron mi cadera, desatando con agitada vehemencia los botones de mi vaquero. Sacudiéndome en su forcejeo.


Estaba lo suficientemente distraído como para intentar conseguir el cuchillo, pero movida por su zarandeo, no acerté a cogerlo a la primera. La punta afilada estaba girada en mi dirección, mirándome, por lo que era más difícil cogerlo con acierto. Rocé su extremo, girándolo con la punta del dedo. El cuchillo iba cediendo a mi ruego. Pero el zarandeo de mi pantalón cesó. Encontré su mirada anclada en mi movimiento. Hundí la otra mano en la nieve, formando un puño y se la arrojé a los ojos. Giró la cara y en ese segundo no dudé en estirarme para alcanzar el arma. Lo atrapé entre mis dedos y escapando entre su brazo, que se aproximaba a mi mano, se lo clavé cerca de la rodilla, logrando que su voz cediera ante el dolor, soltando un profundo alarido.


Arranqué con esfuerzo el arma de la hendidura. Su cuerpo se tambaleó perdiendo el equilibrio. Apoyó el peso sobre su brazo erguido cerca de mi cara. Jadeó mitigando el dolor, con sus ojos intentando describir lo que mi mirada le profesaba. Pero jamás lo entendería. En ese momento sólo quería matarlo, desahogar mi ira con cada cuchillada, realzar mi firmeza con sus gritos, que sintiera el mismo pánico y dolor que he sufrido todos estos años.


Se recompuso tragándose la aflicción. Atrapó mi barbilla, apretándola entre sus dedos, obligándome a mantener la mirada firme en la suya. Pero mis manos actuaban por libre. Apreté con fuerza el mango, aspiré hinchando mi nariz, llenándome de odio, y acometí nuevamente contra él. Desgarré el abrigo al tiempo que su carne. Aquella mirada era la sólida prueba de ello. Entornó los ojos, nublándolos en incipientes lágrimas. No gritó, pero abrió la boca expulsando un aliento espeso, aún bañado en licor, lo que me hizo sentir culpable. Era un alcohólico consumido por su vicio. Un hombre manipulado al antojo de una droga, privado de razón y lógica más allá de la que sus ojos veían. Extraje el cuchillo de su interior, y antes de hacerlo ya pude sentir la sangre caliente emanar de la herida, derramándose sobre mi mano.


Convulsionó su cuerpo en lo que parecía una arcada. Empujé su pecho con fuerza para liberarme de su espacio. Se llevó la mano a la herida, conteniéndose el sufrimiento. Su cuerpo cedió a mi impulso y, finalmente, cayó de espaldas a mi lado. Con las piernas extendidas y el abrigo teñido de sangre. Solté el cuchillo nerviosa: había derrotado a un gigante. Respiré agitada mirando continuamente su pausada respiración, su mirada inquieta buscando mis ojos, su boca cerrada pero con la mandíbula apretada, su expresión estática y fría, su nariz roja, su bufanda roja, su sangre roja, la nieve roja.


Mis manos rojas.

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