Ella
"Ella le devora por dentro como un inmenso fuego y entonces suelta la llamarada por la boca y por esos ojos rojos. Veo su mano, sus pasos agigantados, se me contrae el pecho y la garganta, y no puedo gritar. No puedo moverme".
—¿Crees que tu comportamiento me agrada? ¿Crees que merezco esto? ¡Porque a veces no entiendo que he hecho mal para merecerlo! Pero está bien, la culpa es mía. Debí haberlo pensado antes, y oh, si lo hubiera hecho, a veces me arrepiento tanto que si en ese momento supiera lo que iba a pasar… Entonces se calla, me mira, y me hiela la sangre, la piel, las piernas. Mi corazón se para, mis ojos no pestañean y tras mi espalda está la pared. Choco con ella, y su mirada sigue clavada en la mía como una profunda amenaza. —Sin mí tú no serías nada, sin mí no existirías. Que te quede eso muy claro, porque si estás aquí es gracias a mí, ¿entendido? Pero no puedo decir nada, ni moverme. Aún tengo el pelo revuelto, la cara ardiendo por el golpe, y el brazo estremecido por los puñetazos. No es agradable, pero sigo en pie. La miro y trago saliva sin querer romper mi silencio, como si fuese lo único que me salvaguarda de otra agresión. —Eres mía —añade y golpea la mesa—, y mientras vivas bajo mi casa harás lo que yo diga. En ese momento me dan ganas de escupirla en la cara, de saltar la puerta y desaparecer en la noche. Pero no lo haré, no tengo el valor de hacerlo, o tal vez tengo demasiada sangre fría como para no enfrentarme a esa locura. Después de todo, no es tan malo. Al final sé que vendrá a abrazarme, no esta noche, y puede que mañana tampoco. Pero acabará haciéndolo, o seré yo. Qué importa. Acabaremos abrazadas y olvidaré sus palabras, sus gestos, sus golpes y humillaciones. Lo olvidaré todo aunque Ella no olvide mi expresión de odio y miedo, y vea en mí un desafío, uno que la hace dar un último golpe en la mesa de cristal —aún no entiendo cómo es que no se ha roto después de tantos años—, se levanta decidida, hacia mí, o mejor dicho; contra mí. Doy un paso hacia atrás, la intento evitar, no mirarla, pero cómo no hacerlo. Sus intensos ojos marrones han cobrado un color rojizo y ya no es la misma. Ahora es Ella, hace más de una hora que lleva siendo Ella, que Ella le devora por dentro como un inmenso fuego y entonces suelta la llamarada por la boca y por esos ojos rojos. Veo su mano, sus pasos agigantados, se me contrae el pecho y la garganta, y no puedo gritar. No puedo moverme. Choco contra la pared, mi cabeza cede a su fuerza y mi cuello baila en su mano. Me aprieta y alcanza mi mandíbula. Sé que me dejará marca, y cierro los ojos. No quiero verlo, no quiero pensarlo. Dejemos que pase, que el grito que profiere a centímetros de mi cara amortigüe el golpe seco y repetido contra la pared. Y aun así duele. Entonces se ríe. Es una sonrisa débil pero sonora, tanto que atraviesa mi cerebro y me siento aún más pequeña de lo que ya soy. Tenía cuatro años cuando la escuché por primera vez, quién sabe si menos. Pero la recuerdo desde esa edad, hasta mis quince, hasta mis veinte, la recuerdo siempre. Es la misma, como la de una hiena que ríe antes de atacar. Una risa macabra y llena de enfermedad. Cuánto la detesto. —Vete —exige—. No te quiero ni ver. Recojo mis fuerzas y me encierro en la habitación. Lloro sin hacer ruido, me llevo las manos a los ojos, a las mejillas y presiono suavemente en ellas. No quiero dejar la marca, no quiero que se note. Mi nariz enrojece, las mejillas la acompañan, y entonces busco papel. Desde la cama veo mi reflejo en el espejo. Él no me juzga, pero dice la verdad. Mi aspecto es lamentable. Ordeno el pelo, me acerco, examino el brazo, el cuello, la cara, y me detengo en los ojos. Después miro mi foto de cuando era pequeña, la misma que está sobre la mesilla y me pregunto “¿Desde cuándo? y ¿por qué?” No obtengo respuesta, no lo sé, nunca la sabré, y solo se me ocurre culpar a mi madre, la que me parió y la que me dejó. La misma a la que le importé una mierda porque suponía una carga. A esa a la que todo el mundo llamaba madre y yo no había visto en mi vida. ¿Tendría mis ojos? ¿Ese lunar en la espalda? ¿Por qué mierdas me dejó?... ¿Qué hice tan mal como para que no me quisiera? Según Ella, me encontró en un contenedor, con la cara mordida y con una infección vaginal. No es lo más idílico que se le puede decir a un niño de seis años, desde luego no es el cuento de hadas que todas quisiéramos. Y puede que no recuerde las palabras exactas en cada tortura, ni haya enumerado cada golpe, cada vez que me hacía un ovillo sobre mis piernas, acorralada en la esquina de la cocina, y ella me subía a su nivel agarrándome del pelo. Es cierto, no lo recuerdo. Solo sé que ha pasado, que está ahí, y que como una herida mal curada, a veces se infecta y sangra, y cómo duele cuando lo hace. He olvidado muchas cosas, pero tantas otras son imborrables. Recuerdo la vez en que me ordenó estar de rodillas, desnuda, con ocho años frente al pasillo. Recuerdo las veces en que usaba sus zapatos porque la mano le dolía. Recuerdo las veces, que como ahora, me acaricio el pelo y se cae a jirones formando una maraña desordenada en mi mano. Pero no duele, no se compara a lo que siento por dentro, a la congoja, a la presión, a la asfixia en el pecho y en la cabeza. Al odio que se gesta y a la necesidad de respirar. Nada se compara a eso. Pero necesito un culpable, la necesito a Ella, y a la otra. A las dos; a mis dos madres. Entonces irrumpe en la habitación, demasiado estaba tardando, y me exige explicaciones. Unas explicaciones a un comportamiento que para ella es inmoral, pero solo es la excusa para seguir desfogándose en mí. Ella también necesita un culpable, y me tiene a su entera disposición. —¿Por qué? Tan solo dime por qué, un porqué que yo entienda. Pero es inútil. Nunca lo entendería, ni aunque tenga cuarenta años, nunca aceptaría a mi novio, nunca aceptaría a mis amigos. Nunca aceptaría a nadie que me hiciera feliz y no fuese Ella. Porque después de todo, soy suya, enteramente suya. Le pertenezco no porque me diera la vida, sino porque me dio una mejor de la que me pudiera esperar en ese sitio del que nada recuerdo. Irónico, pero sé que podría ser peor. Sé que podría estar muerta, y cuántas veces he cuestionado lo peor de esa posibilidad. Pero no importa, esa idea vuelve a desvanecerse porque estoy viva, y lo siento a la perfección. Mi fuego interno quemando mis nervios, mis manos apretadas en un puño, los dientes contra los dientes, y mi mirada más expresiva que nunca, contra ella, ahora contra el suelo, y de vuelta a ella. Estoy viva, y a Ella le debo esta existencia. Gracias, supongo. Gracias por esta vida… gracias por jodérmela. Sigue gritando, porque cuando es Ella no habla, solo grita y vocifera. Insulta, hiere, humilla y se recrea. Cuánto le gusta. Se le hincha el pecho de orgullo, de superioridad, de poder. ¿Esto es una madre? Yo solo veo a un tirano ejerciendo su dominio mediante presión y chantaje. Las caricias son golpes, los besos son moratones, las risas son hirientes, los pasos aprendidos zancadillas, los consejos amenazas y el apoyo humillaciones. De verdad, ¿cuál fue mejor madre? Ella insiste, me zarandea, se desespera y me golpea. Entonces sucede, ese momento contenido que grita en mi interior por explotar, por devorarme a mí entera, mis sentimientos, recuerdos y conciencia. Todo se revuelve en mí y estalla. Tras el golpe me abalanzo sobre ella con la mano alzada y lo dedos estirados. Pero no puedo hacerlo. —¿Qué? —me reta y saca pecho. Su cara… es enteramente Ella. No hay atisbo de amor, ni cariño, ni nada que se le precie. Es un monstruo, el monstruo que no me dejaba dormir. Ella es mi monstruo tras la puerta cerrada con pestillo, el mismo que la golpeaba haciendo retumbar la casa, el mismo que al que si le abría me devoraba, y así hacía. No me atrevo. No puedo. No soy capaz. —No sabes el respeto que te tengo —Es mi voz la que habla—, porque yo no tengo por qué aguantar este trato. Ni yo ni nadie. Y tú también deberías tenerme el mismo respeto ya que soy tu hija, y no me lo tienes. Se calla, pero me mira de arriba abajo con asco y prepotencia, indicándome lo tan insignificante que soy yo y mis palabras. —Te mato —dice—, te cruzo la cara y te mato, hija puta. No es de lo más fuerte que acostumbra a decir, pero está al nivel de la situación y no me afecta. Respiro. Me controlo y me calmo. Se acabó, por ahora es el final. Pero estaba equivocada. Ya no sigue el mismo patrón, actúa diferente, y vuelve a arremeter. Me agarra de la camisa, me grita y me estampa contra el armario. Recupera la superioridad que hace un instante creía perdida y me reprocha que todo lo que tengo es suyo, que esa misma camisa es suya. Entonces me revuelvo dentro de su agarre, me hago daño, me está torciendo el brazo, pero no importa. No quiero que me toque, no quiero nada suyo, nada. Ni siquiera me quiero a mí misma. Me doy asco y solo quiero gritar. Consigo quitármela y se la tiro—. Tómala, no la quiero. Se vuelve aún más loca, se lanza contra el escritorio y tira todo lo que hay encima. Grita, no tiene sentido, y cierra la puerta haciendo estremecer la habitación. Pero se ha ido. Ahora está el destrozo, mi cuerpo marcado, la asfixia que vuelve con más fuerza y los resquicios de mi conciencia. No puedo con ello, no puedo levantarme, no quiero hacerlo. Me pregunto si con un cuchillo todo sería más fácil. Si con un cuchillo en su mano se atrevería a atacarme, y entonces recuerdo que ya lo hizo. Un amago, un burdo y absurdo intento que para ella fue un juego, y para mí otro más de los recuerdos imborrables.
La noche aún no acaba. Sé que volverá otra vez un mínimo de dos veces. Vendrá a por mí, a sacarme de la cama, a llevarme a la cocina; su terreno, o a pegarme dentro de la cama sin darme tiempo a que me ponga las gafas. Lo bueno es que en esas circunstancias no la veo bien, y lo malo es que sus últimas palabras son las que mejor se graban antes de cerrar los ojos. —Ojalá se muera él y toda su familia. Tras eso otro portazo y a esperar el siguiente. Puede que esta noche no suceda, pero mañana se repetirá, y con suerte pasado mañana se haya calmado. Y yo habré de ir a pedirla perdón, a arrodillarme si es preciso. Para que luego con una patada me tire al suelo. Pero lo haría, con tal de vivir un poco más en paz. Sin embargo, ahora no quiero pensar en eso. Ahora quiero dormir, soñar con que mi madre de verdad no era esa prostituta que me hizo creer. Pensar que ella no me dejó en un cubo de basura, imaginar que me quería, y que por alguna razón que no logro comprender… tuvo que dejarme con la vana esperanza de que mi futuro fuera mejor. Qué bonito es soñar.
Te quiero, mamá.