Luces de tormenta
"Momentos como estos son los que destruyen cualquier coraza que hubiera costruido, son estos momentos en los que mi fuerza se desvanece y te llamo sin voz, sólo pensándote; recordando cada parte que conforma tu cuerpo, tu calidez, tu sonrisa, tus palabras… si tú estuvieras aquí, ¡ay, si así fuera!"
Era aquel tedioso ruido, el centelleo de cada energía, el crujir de las ventanas y hasta de la casa entera, que me sumergían en lo más profundo y cálido de la cama. No quería salir, no quería estirar el brazo para probar si la luz había vuelto, qué importaba. Tenía el móvil conmigo, iluminando mi pequeño espacio como si fuese una guarida; mi cueva, mi mundo, mi paz. Una paz incompleta, amarga y fría. Ni siquiera tenía cobertura, ni siquiera podría llamarle. Si él estuviera aquí, me abrazaría, frotaría sus manos contra mis hombros, y besaría mi frente al tiempo que su dulce voz me adormece. Pero no, la única voz que escucho es la del cielo enfurecido, la de esos truenos que resuenan con fuerza contra la tierra, muy cerca de casa, tan cerca que juraría que están en la habitación de al lado.
Maldita sea, Mario, ¿por qué el pensamiento no funciona como una llamada de urgencia? Necesito una llamada, únicamente la que me permita gritar tu nombre y correr a tus brazos. Sí, como una niña, y es que momentos como estos son los que destruyen cualquier coraza que hubiera costruido, son estos momentos en los que mi fuerza se desvanece y te llamo sin voz, sólo pensándote; recordando cada parte que conforma tu cuerpo, tu calidez, tu sonrisa, tus palabras… si tú estuvieras aquí, ¡ay, si así fuera!
El móvil empieza a vibrar, y no es una llamada, es la batería. No, no puede pasar esto, no ahora, ¿por qué tan mala suerte? Ojalá todos los problemas se solucionasen con una llamada, con un grito al cielo; un deseo del corazón. Algo choca contra el cristal, algo llama mi atención y todos mis miedos se vuelven hacia aquella parte tras las sábanas que me cubren. Vuelve a sonar, vuelve a insistir, un picoteo, un pájaro, o unas piedras que golpean contra el cristal. Quiero verlo, desvelar mi inquietud, pero el miedo es mayor. No puedo salir de mi refugio, no quiero verlo todo oscuro y a pausados tiempos verlo todo borroso con la fiereza de una rayo.
Entonces el quinto golpe despierta mis sentidos, ¿qué hace un pájaro picoteando la ventana en una noche de tormenta? Debe ser eso, un pájaro, uno desorientado, debe serlo, pues cualquier otra cosa sería una locura. Con una renovada convicción levanto las sábanas y mi cuerpo entra en contacto con el frío de la habitación; con el frío de la realidad. Mi burbuja se ha roto. Ahora estoy yo, la ventana y la intangible distancia. Esa distancia que se me antoja un abismo, pero no, no sólo eso. El resplandor que ilumina la casa entera me recuerda que él también forma parte de esta pesadilla. Pero lo veo, el golpe es una piedra, el pájaro se ha convertido en mano y mi corazón se acelera pensando en quién puede ser. Doy un primer paso, y el frío vuelve a invadirme. ¿Y si no es quién espero que sea? ¿Y si es otra figura oscura? ¡No, no! ¡Sonia, céntrate! Vamos, puedes hacerlo, puedes mirar a esas luces, enfrentar esos estruendos y asomarte a la ventana. ¡Otra vez! La piedra vuelve a golpear la ventana; me espera, me llama.
Con dos pasos rápidos ya estoy de espaldas contra la pared, palpándola, asegurándome a ella. Ahora hay que asomarse. Trago saliva y cierro los ojos profundamente, mentalizándome que tras la ventana lo único que veré será la figura de Mario, la de un Mario loco, porque sólo un loco puede hacer eso en una noche como esta. A la de una, a la de dos, y a la de… ¡Mario! Mi corazón, lejos de paralizarse, ha dado vuelco sobre sí mismo. Podría reconocerle aunque mis ojos se nublaran para siempre. Ahora es él quien golpea mi pecho sin descanso, y antes de poder decir nada, salgo corriendo hacia las escaleras. Las bajo a trompicones, tan rápido como late mi corazón, y aún a riesgo de un caerme, muevo rítmicamente las piernas como he aprendido. Abro presurosa la puerta. Un relámpago me saluda, pero ya no me asusta. Tras él, el rayo ilumina la silueta empapada de Mario. Lleva su abrigo negro completamente mojada, su pelo formando riachuelos sobre la frente, y en la mano encierra lo que imagino son un puñado de piedras.
No hace falta decir nada, todo sobra. Mario entra, y antes de frotar sus zapatos contra la alfombra, me agarra inesperadamente de la cintura y fuerza mis labios contra los suyos. Me transmite su lluvia en una mezcla de saliva y agua que mana de sus mejillas y flequillo. Consigue dejarme sin respiración y para cuando nos separamos estoy completamente cubierta de agua, casi como él.
—No pude venir antes. —Junta su frente con la mía—. Sabía que estabas asustada y… —Recupera aire—. Sólo podía correr.
—No importa, has venido. —Agarro su mano, y olvidando por completo que mojaremos todo el suelo, le llevo hacia la cocina—. A pesar de que temí que no vinieras… no me he olvidado de este día, aunque a los cielos parece no importarles.
—¿Has preparado algo? —Sonríe con una nueva mirada.
—No importa lo que sea, lo importante es que está hecho, ¿no te parece? —Intento fingir mi escasa capacidad creativa.
—Lo que sea, Sonia. —Se sienta—. Cualquier cosa sabes que para mí será el mejor regalo del mundo.
—Cierra los ojos. —Y en una confianza plenamente ciega, así lo hace.
Reconozco la puerta de la nevera y saco lo que pretendía ser una tarta, pero tras varias intenciones de tarta, se quedó resumido en un mini pastel bastante sencillo. La vela ya está en sitio, busco en mis bolsillos el mechero y un último trueno apaga todas mis ilusiones. La luz se ha ido, me he quedado completamente a oscuras, con el frío en cada parte de mis músculos y con la mente completamente en blanco; paralizada, asustada.
—¿Todo bien? —Es su voz, y gracias a ella sé que no estoy sola, que no necesito ningunas sábanas como escondite, y que el momento es superior a cualquier impedimento.
—Sí… —Aprieto sobre rosca del mechero y una llama me tranquiliza. Con ella busco la vela, y la prendo—. Ahora, Mario, abrelos ahora.
Los abre, y antes de que vea nada, le ofrezco mi humilde pastel entre las manos—. Felicidades, amor.
—¿Has apagado tú las luces? —Se sorprende a sabiendas de que aborrezco la oscuridad.
—No están todas apagadas. —Quiero controlar la sugestión de mi mente.
—Ni aunque así lo fuera. —Sopla y el único fuego que mantenía en vivo mi valentía, se consume llevándosela lejos—. Siempre estaré contigo.
Son sus labios los que aún húmedos, siento de nuevo sobre los míos. Su mano la que se coloca sobre la mía, y puedo verle levantado de la silla, con la otra mano acariciando mi mejilla y dejando mi mechón tras la oreja.
Gracias, Mario, gracias por enseñarme a verte aunque ninguna luz ilumine mi vista.