Notas distorsionadas
No importaba si la tierra mojada impregnaba con su olor todas las paredes, ni las nubes que insistían cargadas con ráfagas de viento y estruendosas descargas; todo había terminado, pues en su mente solo existía su salón; ni lluvia, ni frío, ni tormenta. Era su salón, su café a medio terminar, sus manos y la música que manaba de sus dedos. Sí, su piano.
Era aquella melodía intermitente la que adormecía la enfermedad de su vejez, la que le remontaba a años pasados, donde era tan joven de espíritu como de voluntad. Ahora se había dejado ganar en una batalla en la que ni él mismo quiso ser partícipe, pero como todo humano se dejó arrastrar. Y aun a sabiendas de lo que aquella noche acontecía, tocó con más fuerza, haciendo que su piel se estremeciera con cada nota, que el café vibrara sobre el tapizado oscuro de su cuerpo, pues ahora ambos eran uno. Cuando tocaba no había tiempo y así sentía que el mundo se paralizaba, que ni siquiera existía un único ser, sino un sentimiento, una emoción, un latido mutuo que compartían él y la música.
Deslizó sus manos por cada tecla, suave, delicado, perfecto, y cerró los ojos, pues solo necesitaba del oído, del tacto de aquella preciosidad a la que tantas horas había dedicado, y el olor, ah, el bendito aroma del café a medianoche, cálido, sublime, casi étnico. Las arrugas de sus manos se abrían y agrietaban a cada movimiento, la agilidad con que se deslizaba era envidiable, un verdadero maestro que movía su cuerpo así como si estuviera fusionado con la melodía: a cada pausa, él paraba; a cada subida, él se excitaba; a cada disminución, su corazón respondía. Y latido a latido fue llegando al culmen de su obra. Enloqueció poseído por la mayor droga de todas, su corazón danzaba a un ritmo desenfrenado y aunque doliese, no lo sentía. Sus costillas parecían de acero y los aguijonazos en su pecho eran rápidamente subsanados con la melodía que envolvía su dolor. Exasperó en un instante, hizo retumbar la taza entera, el salón por completo, y su cuerpo vibró por la intensidad. La melodía se deformó un segundo; hizo una pausa, volvió a sentir el frío de la realidad, y el repiqueteo de la lluvia golpeando las ventanas. Un trueno estremeció sus oídos, pero volvió a cerrar los ojos, y habituó las manos sobre el piano, acarició la madera, y respiró controlando sus sentidos, sus latidos, su agonía.
Los dedos cobraron la autonomía perdida, cada uno respondía al anterior, como si ellos mismos se entendiesen, y el hombre..., el hombre era la maquinaria que hacía funcionar a su verdadero cuerpo: su piano. Ambos eran dos instrumentos alimentados con el tenue aroma de su combustible. Pronto se volvía frío, sus atributos marchitaban, y su alma parecía fundirse con el interior de aquella taza. Sintió las manos heladas, el reloj que cargaba en su muñeca parecía de hierro, como el grillete que lo confinaría a otra tierra, y necesitaba más, más que alimentara los rescoldos en que había quedado su fuego interno. Pero al tiempo no podía dejar de tocar, no podía dejar que sus oídos se cerrasen para siempre. Así lo sentía. Solo escuchaba la música, la melodía que abrigaba todo su final, y era consciente que no habría otra canción, que sus manos no tocarían otra nota, que sus oídos jamás escucharían otra melodía igual. Aún contra su voluntad, alzó el brazo hacia la taza; los tremulantes dedos no obedecían su pensamiento, temblaban con el frío, casi inertes, y con la fuerza marchita se acogió a la fría cerámica, a su interior, al frío café que había perdido su sabor.
No pudo alcanzar el recipiente hacia los labios. Su energía se había marchado, la musa de su deleite lo había abandonado, y la maquinaria de su cuerpo cayó abatida como un gran gigante sobre las teclas, rompiendo cualquier melodía, tocando sus últimas notas distorsionadas. El corazón explotó desesperado y el pecho ardía derritiendo las costillas de acero que había forjado. Su alma quedó libre, y el café se derramó sobre el piano, la tapicería, las teclas, sus manos, y unas últimas gotas mancharon la alfombra del salón, de su mundo; de su locura