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Sobre sus hombros

"Me marché. Llevándome su calidez, su pedazito de alma rota, sus recuerdos felices que se tornaron amargos, y su deseo incumplido de besarme."






El cielo caía sobre sus hombros, y no me di cuenta de su mirada, del peso de su espalda, ni de los gritos en silencio que me pedía que me quedara.


Cuando abrió la puerta se presentó ante mí no un desconocido, sino una apariencia que había usurpado la viva sonrisa de la que alguna vez, si es que sucedió, me enamoré.


Los ojos esquivos buscaban un refugio lejos de los míos, y mis palabras, mi voz procuró ser lo más complaciente posible, pero allí había algo más que recuerdos, allí había algo más que resignación y frustración. Allí aún habitaba el amor.


Me preguntó como un amigo por el hombre que ahora ocupa mi corazón, y yo sonreí, idiota de mí, porque sabía que este nuevo hombre no me amaba tanto como lo hizo aquel, y aún así sonreí y le devolví uno de sus pocos atrevimientos a su contacto directo.


—A ratos, un tira y afloja que no promete nada, pero que, como todo, es cuestión de tiempo.


—Como todo —repitió consciente de nuestro todo—. Suerte entonces, porque mal empieza si ya estáis así al mes o a los dos meses, qué importa, cuando conmigo fue a los cuatro años.


Tss.


—Gracias.


Y al levantarme, tras haber estrujado el pequeño brick de zumo de piña, y él haber destrozado la etiqueta de cerveza del botellín, se cruzó en mi camino, me tocó el hombro y se posicionó sobre mi cuerpo en un abrazo que me encogió por completo. Y no era amor.


Abrió sus brazos y me rodeó contra su pecho, contra su cuello barbado, lo que nunca, y contra sus sentimientos a flor de piel que manaban por esa mirada desafiante que quería mostrarse entera, aunque yo supiese que estaba rota.


Y nos besamos, como amigos, como hermanos y sorbió su nariz, y sus ojos se empañaron, y retuvo las lágrimas estoicamente. Y le pregunté.


—¿Estás bien?


—Hacía mucho tiempo que no te abrazaba.


Y me marché. Llevándome su calidez, su pedacito de alma rota, sus recuerdos felices que se tornaron amargos, y su deseo incumplido de besarme.


Entonces el cielo cayó sobre mis hombros, y por un breve instante compartimos el peso, solo hasta cruzar la esquina y subirme al autobús que me alejaría de su lado, quién sabe si para siempre.

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