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Under the light of a thousand stars

Las ruedas recorrieron el angosto pasillo que mediaba entre el baño y su cama. Stasy empujaba con pesadez y tarareaba con gracia el estribillo de la canción que ya, por costumbre, se sabía de memoria.


Memoria que a Lucía le faltaba.


Descansó la silla junto a la cama y elevó a Lucía hasta la almohada. La abrigó entre sábanas y cubrió su cuerpo con el edredón. Esperó a que su mirada verde sonriera como cada noche al verla, y entonces apagó la luz de la mesilla.


Aquella noche los sueños de Lucía se hicieron tangibles. Pues en lo más profundo de su mente, había una melodía que se repetía sin cesar. Una letra que no entendía, pero que le hablaba, y ella aspiraba a encontrarle un significado, a dejarse llevar por aquella voz aterciopelada y por la calidez que empezaba a sentir sobre sus miembros, y sobre su corazón.


En la oscuridad de la habitación, las arrugas de sus labios se hicieron extensas, y después leves. Y nuevamente extensas. Quería cantarla, aún dormida, quería tocarla.


La canción se le resistía, pues la letra estaba en inglés y la melodía sufría vaivenes como su presión. Hubo un momento en que la luz del sol entró por la ventana, en que las flores recién cortadas perfumaban la estancia, y en que podía sentir el precipicio de sus nervios sobre un cristal. Tenía 23 años, y aquella mañana se escondió sorprendida por haber cruzado la vista con Carlos desde el jardín. Acababa de aparcar y él sonrió complacido al verla en la ventana.


Lucía se desprendió de su viejo camisón que solía usar cuando dormía sola y le recordaba a su casa; a su familia. Pero Carlos había vuelto tras dos meses de misión, y ella tenía que estar espléndida. Sabía que ya debía estar subiendo las escaleras, introduciendo la llave por la puerta, haciendo girar el pomo e introduciendo su pie derecho dentro de casa. Se frotaría contra el felpudo y después cerraría, como de costumbre, con una ligera patada.


El corazón le brincaba pavoroso en el pecho, como humo amenazando con escaparse por una rendija, y corrió al cuarto de baño en busca de un espejo. Desordenó con meticulosidad el pelo, y esbozó una sonrisa para comprobar el blanco de sus dientes. Era aceptable, pero no tenía la boca fresca así que se enjuagó con rapidez. Sí, ahora estaba mejor. Perfectamente informal.


Ahora debería estar subiendo las escaleras hacia el piso de arriba, preguntando por un “¿Lucía?” que ella fingiría no haber oído, y es entonces cuando salió del baño, dio una patada a la ropa sucia que yacía en el suelo por la pereza de no hacer la colada y la escondió debajo de la cama. Tenía que reconocerlo: era una persona no apta para vivir sola.


Dio unos ligeros trotes que hizo retumbar el suelo de madera contra sus pies descalzos y se abalanzó a los brazos de ese traje oscuro. Carlos la recogió con intensidad, como si fuese la cosa más esperada y delicada del mundo, y la alzó en una vuelta sin controlar su fuerza hasta literalmente estamparla contra la pared y hacer que ella cruzara sus piernas en torno a la cintura de aquella chaqueta.


El beso sabía a agua fresca, a emoción y anhelos encontrados. Sabía a impaciencia con un toque de dulzura y perversión meditada.


Carlos había vuelto.


Ambos acabaron sonriendo y casi bufando por falta de respiración. Dijeron sus nombres acompañados de un “te amo” y dejó que los pies de Lucía volvieran a pisar el suelo. Ella lo miró encandilada, como quien mira una gran admiración, y sonrió para sí con el corazón engrandecido en su pecho y latiendo por sentirse viva. No se habían dado cuenta, pero sus manos seguían unidas, y Lucía parecía guiarlo para sentarse en la cama. Tenía tantas ganas de que le hablase, de que le contase su experiencia, de que repitiese una y mil veces su nombre. Tenía tanas ganas de tan solo escuchar su voz, que ella se quedó callada, expectante porque Carlos comenzase.


Él se inclinó para desabrocharse los zapatos. Primero uno, luego otro. Y con una sonrisa de medio lado, plenamente consciente de lo que su chica ameritaba, la miró como quien mira a una estrella y retiró la mirada convencido de su decisión. No había duda; seguía siendo ella.


En la noche, tras una copiosa cena, se abrazaron intensamente bajo las sábanas, y Carlos la aferró contra su cuerpo como si hubiesen pasado años, y Lucía dejó que la calidez de ambos cuerpos impregnase sus emociones. Solo así conciliaron el sueño y al día siguiente despertaron al tiempo, contemplándose en el reflejo infinito de sus ojos. Lucía pestañeo con insistencia y Carlos probó a desligar sus labios secos. Los humedeció con la lengua y suspiró con una tremulante sonrisa.


—Tengamos un hijo —dijo a media voz.


Hubo un segundo que contó como quince en el que Lucía perdió la noción de la realidad y el sentido. Aquello le impactó como un accidente y recobró la consciencia con demora y torpeza.


—¿Qué? —espetó, insegura de no haber oído bien.


—Tengamos un hijo —repitió Carlos acercándose a ella.


Entonces las mejillas de Lucía dibujaron un risueño hoyuelo y sus ojos esmeralda parecieron irradiar una extraña sensación de adrenalina. Que la pierna de Carlos se cruzasen sobre su muslo le pilló de improvisto y evadió la mirada, estúpidamente idiotizada, para volverla a enfocar ante los ya cercanos labios de él.


Aquel beso era diferente a cualquier otro. Había una dulzura desconocida, un tacto suave y ligero, una música que sonaba en lo profundo de ambos latidos. Carlos perdió sus dedos entre la cabellera oscura, y en el crescendo del beso la tensó con medida fuerza como si fuesen riendas. Lucía abrió la boca jadeante y Carlos se deslizó por su cuello, descendió a los tirantes de la camiseta, bajándolos sin premura, saboreando cada línea de sus hombros, el contorno de su piel, y el sabor de su deseo. Sabía a miel.


Aquella vez el encuentro de ambos cuerpos fue más especial que ninguna otra. Las miradas se volvieron más cómplices, como si firmasen un acuerdo sin contrato donde la confianza en el otro es plena, y a ciegas se entregasen al “estaré contigo. Por siempre”.


Sus manos entrelazadas se contraían, arañaban al contrario y como si danzasen, rítmicamente se movían entre jadeos y suspiros, entre la almohada y el corazón.


Cuando llegaron al perfecto orgasmo, desgarraron con vehemencia sus gargantas profiriendo un sordo sonido que solo ellos entendían. Dejaron descansar su cuerpo, que se recompusiera el desenfrenado corazón y que sus miradas se contemplasen desnudos: perfectos, imaginando la mezcla de caracteres que podría surgir de tal belleza.


Y cuando Lucía cerró los ojos para suspirar complacida, la luz de la mesilla seguía apagada y el jarrón de su izquierda vacío. Las persianas estaban bajadas y las cálidas sabanas anaranjadas con ribetes en crema, volvían a ser las azules metálico de la residencia.


Todo había sido un sueño.


Todo menos aquella canción, y sin comprender por qué, nombró a Carlos en un suspiro, como si aquel nombre le quisiera decir algo que no lograba entender, como si aquel nombre fuese la canción de su sueño.


Volvió a cerrar los pesados párpados y con una amarga desazón en el pecho quiso llorar sin querer hacerlo. Inspiró la dulce fragancia de las rosas blancas en el jarrón y sonrió convencida:


Carlos había vuelto.

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