El crujir de una cucaracha
—Schh —murmuré al otro lado del teléfono—. No te preocupes, no se va a enterar.
Amanda respiró nerviosa contra el fijo. Conociéndola debía estar con las rodillas flexionadas, el brazo erguido sobre el mueble y el pelo revuelto de tanto agitarlo.
—Te-te tengo que dejar. —Llegué a escuchar el portazo que retumbó en mi cabeza como un disparo. Después el teléfono emitió un sonido sordo e intermitente. Había colgado.
Me precipité sobre el móvil para llamar a Allan. Debía contárselo, él tenía que regresar antes de que Amanda llegara, quién sabe si había problemas.
—¿Allan? —pregunté—. Maldita sea, coge el móvil. —Los nervios me invadieron.
—¿Susan? —respondió.
—Tienes que venir a casa. Amanda va a llegar antes de las dos. —Contuve la respiración esperando una respuesta.
—Eh… Susan, hoy es la cena de empresa, no puedo llegar antes.
—Me importa una mierda, Allan. ¿Quieres hacer el favor de venir a plantar tu culo aquí? Es más que muy urgente. —Apreté cada palabra contra el móvil.
—Lo siento, dile a Amanda que todo va a estar bien. Llegaré en cuanto pueda. Lo siento, cielo. —Colgó.
No me lo podía creer. ¿En verdad había colgado en un momento así? Tenía que hacer algo, pero a cuanto más pensaba, menos hacía sino era dar vueltas en el salón con los brazos cruzados sobre la cintura. Eché un vistazo a través de la ventana, y todo seguía tan tranquilo como cada noche. Después de todo esto no es una gran ciudad, aquí no hay reporteros todos los días, ni noticias en la televisión. A quién le importa lo que nos pase.
La cafetera estaba a punto y empezó a silbar con su inoportuna ebullición. Sabía que lo que más me convenía era algo más similar a una tila o una valeriana, pero esta noche prometía ser larga y debería permanecer completamente despierta aún más si Allan no llegaba a tiempo.
Soplé repetidas veces sobre el vaso y cuando el ardor atravesó mi garganta sentí la vibración del móvil. Un mensaje de Amanda: Ya he llamado al taxi. Volví a soplar controlando mi respiración sobre el café. Sorbí de nuevo y miré el paquete de tabaco con cierta angustia. Me había repetido cien veces dejarlo, pero Allan siempre era tan oportuno y considerado que poco le importaba dejarme la tentación a mi alcance. Maldito capullo.
Miré el reloj y para cuando lo volví a esconder en la manga, estiré el brazo y agarré el paquete como si ni yo misma quisiera pensar en lo que estaba haciendo. Solo uno. Salí a la entrada y me apoyé en la pared mientras miraba como la calle estaba perfectamente iluminada y sin un alma que la atravesara. Todo parecía tan tranquilo. Aquí no pasan estas cosas, aquí nunca pasa nada, aquí nadie se entera de nada. Si Allan llegase antes, si él… Mierda, ya van dos cigarros. No importa. Es solo por esta noche. La impaciencia empezaba a consumirme más rápido de lo que consumía el paquete. Para cuando miré al suelo conté unas cinco colillas, y la noche empezaba a ser más intensa, más amarga y eterna. El móvil volvió a iluminarse y otro mensaje me había despertado de mi ensimismamiento: Se ha dormido.
Mi corazón dio un vuelco por completo y aceleró mi pulso. La pierna empezó a temblarme y el frío a invadir mis brazos. Ya faltaba menos. Fui directa a la cocina a preparar algo. Necesitaba estar ocupada, tener la mente trabajando en algo. Preparé unos sándwiches y dispuse unas latas de cerveza sobre la mesa. Tal vez hubiera sido mejor idea sacar la botella de vodka en vasos grandes. Ahora la garganta me urgía un trago, quemaba y se mantenía rígida cuanto más miraba la hora. Eran casi las dos. Escuché como las ruedas de un coche pisaban la hojarasca de la calle. Tenía que ser ella. Abandoné el cigarro en el fregadero y salí con grandes zancadas a su encuentro.
Abrió la puerta del taxi y antes de mirarme ya pude ver el enorme moratón de su brazo. Estaba en pijama y solo tenía el móvil en la mano. Así que volví al recibidor para coger la cartera. Cuando la vi de nuevo ya estaba observando la casa con esa mirada desconcertada que siempre ponía cuando no sabía si aquella tarde sería igual o peor que la anterior. Me miró y a través de sus ojos lo sentí; el pánico que le embargaba, ese agujero en el estómago que parece devorarte sin control. Estaba inmóvil frente a la casa y no dudé en abalanzarme sobre ella. Se estremeció y empezó a temblar entre mis brazos mientras su afligida garganta emitía algún que otro vago e incomprensible murmullo. Sin embargo el motor del taxi seguía rugiendo ante nuestras narices. Aparté el flequillo de su cara y uno de sus ojos permanecía ligeramente cerrado con el pómulo inflamado. Amanda agachó la cabeza sumida en su vergüenza y desechó mis brazos que la rodeaban. Aproveché para acercarme al taxista y pagarle lo debido.
No hablamos, solo hubo miradas, la mía de angustia, la suya de desolación. Cuando cerré la puerta ella observó la mesa servida y suspiró.
—Lo siento. No tengo hambre.
—No importa. —Estreché su cintura—. Vamos a dormir.
—¿Y Allan? —levantó la voz.
—Está en una reunión. —Quise que no fuera cierto.
Se sentó frente a la chimenea y aunque estuviera apagada parecía que sus ojos se movían al son de las llamas. Ahí se quedó callada con la boca apretada y la mirada perdida en sus pensamientos. Por un momento pestañeó con fuerza casi en un segundo y supe que había recordado un golpe. Me senté a su lado y sin querer romper su casi ritual silencio, froté con esmero su espalda. Ni se inmutó, así que decidí hacer lo que en aquel momento me parecía lo más coherente.
—Vamos —Me levanté y tomé su mano—. No pienses en ello. Mañana será otro día.
No levantó la mirada ni siquiera para ver su mano alzada por la mía—. Esta vez no ha hecho nada. Lo hubieras visto. —Me pareció que había sonreído—. Se quedó dormido y me dio un beso de buenas noches —Entonces me miró a través de sus vidriosos ojos oscuros—. Me dijo que me quería. —No pudo contenerlo más y empezó a llorar sin control con las mejillas enrojecidas y con el pómulo violáceo. Debía ser de ayer—. Y yo me he ido de su lado. —Todo su cuerpo convulsionó en lo que parecía una arcada que la asfixiaba desde el estómago hasta la garganta. Volví a sentarme y la cubrí por completo con mi abrazo. Me sentía tan impotente. Cómo iba a querer seguir con ese miserable.
—Susan, lo amo. Es mi vida —Se sorbió la nariz y pasó los dedos por debajo de los ojos—. Es una locura —sonrió—. Pero no debo estar aquí. He de volver antes de que se despierte y descubra lo que he hecho. —Hizo un amago de levantarse pero mis manos aferradas a sus muñecas la detuvieron.
—De aquí no te vas —dije tajantemente. Ya podía gritar, llorar, o golpearme. No podía dejar que volviera junto a ese ingrato.
—No lo entiendes —murmuró—. Me necesita.
Su mirada se había serenado y aunque aún permanecía brillante por las lágrimas había algo en ella que me atemorizaba, algo que me provocó un escalofrío. Era su determinación.
—Tú no lo necesitas a él.
—Claro que sí. Lo amo. —Estuvo a nada de gritarlo.
—Ni él te necesita cuando te arrincona en la cocina y espera a que te hagas un ovillo sobre tus rodillas para agarrarte del pelo y elevarte hasta su altura. —Me oí a mí misma. No pude creer que lo dijera—. Él no te ama. —La miré con firmeza.
Se quedó callada y en lo que duró su silencio pude oír mis latidos, o tal vez eran los suyos. Solo sabía que algo se estaba cociendo en su cabeza y que de un momento a otro saldría huyendo aterrorizada por mis palabras.
—Lo siento. —Le acaricié el hombro.
—No importa. —Reaccionó—. Vamos a dormir.
Subimos las escaleras y en lo que Amanda estaba en el baño, yo fui abriendo la cama y vistiéndome para dormir. Apagamos las luces y no quise agobiarla. Nada de abrazos ni palabras conciliadoras. Lo dicho estaba dicho y aunque había sido brusca no podía arrepentirme por haber contado la verdad. Ella tenía que comprenderlo, tenía que salir de su burbuja y asimilar la realidad de su infierno. Eso no era vida.
Tras un par de vueltas por fin se quedó dormida y su respiración empezó a ser pausada y armoniosa. Alguna que otra vez tenía un acto reflejo y soltaba algún gemido o una patada inconsciente, como librándose de algo. Al segundo empecé a calmarme y a seguir su ritmo. Cuando creí que habían pasado varias horas el móvil vibró en la mesilla, en la de Amanda. Sentí un abismo en mi estómago porque aquello solo podía significar una cosa. El móvil seguía chocando contra la madera y mientras se retorcía, el incansable sonido seguía pitando en mi conciencia. Por suerte Amanda seguía durmiendo profundamente, así que crucé el brazo sobre su cabeza para cogerlo. La pantalla iluminada indicaba el nombre de Casa, y rápidamente corté la llamada. Mierda, mierda, mierda. Seguro que vendría, Amanda no habría ido a otro lugar, o puede que sí. Puede que él no lo sepa. Últimamente siempre hablaban en secreto porque a él le disgustaba lo que Amanda pudiera contar. Si todo había salido bien, él no tenía por qué saber dónde estaba. Solo si todo había salido bien. El móvil vibró en mis manos de nuevo y el corazón y mis ojos se sobresaltaron. Era él otra vez, insistiendo como siempre; reclamando lo que por un derecho que no existe, es suyo. Corté la llamada otra vez y antes de dejarlo en mi mesilla, lo apagué por completo. Era mejor así.
Me recosté de nuevo y cerré los ojos aún con los latidos en mis sienes. Tenía miedo de lo que pudiera pasar, del mañana, de que viniera a por ella y al mismo tiempo a por mí. En aquella extraña sensación me sentí un poco más cerca de lo que Amanda pudo haber sentido todo este tiempo. No pude volver a dormir, pues si cerraba los ojos podía imaginarme en medio de la oscuridad sus gritos y sus enormes manos sobre nuestras cabezas. Pero si los abría el vacío de la habitación se hacía tan inmenso que preferiría no estar en ningún lado. Debió pasar casi una hora de insomnio cuando escuché cómo el motor de un coche se apagaba lentamente al llegar a casa. Miré a Amanda que seguía durmiendo, y cogiendo un valor que no tenía fui a por la sudadera y a por las zapatillas.
Encendí la luz del pasillo y todo parecía reinar en silencio, tanto que me perturbaba. Ni siquiera me atreví a echar un vistazo a la mirilla, eso sería acercarse demasiado a la puerta y en aquel momento era como si ardiese. Tenía que coger algo, lo que fuese, y maldije no tener ningún arma a mano, así que con toda la sangre fría que fui capaz de reunir, me acerqué a la cocina y abrí el cajón de los cuchillos. Esta vez oí a la perfección las pisadas al otro lado de la puerta y el corazón se aceleró tanto que parecía desbordarse por la boca. La puerta se abrió y me abalancé con el grito contenido y los ojos desorbitados sobre ¿Allan?
—¡Eh! —gritó.
—Maldita sea. —Liberé toda la tensión y aflojé los dedos del cuchillo.
—¿Estás loca o qué? —Apenas pude oírle. Los latidos seguían retumbando sobre mi cabeza como tambores.
—¡Podías haberme matado!
—Cállate. —Reaccioné—. Amanda está durmiendo.
—¡Joder! —Se quitó la chaqueta—. Estas no son formas de recibirme, ¿sabes?
—Basta, Allan. Hoy no es el día. —Dejé el cuchillo en el cajón.
—¿Acaso hay algún día, Susan? —rió—. ¿Pretendías matarlo? Así, con un cuchillo. Estás mal de la cabeza.
—No pretendía hacer nada. —Me crucé de brazos—. Ni siquiera sabía qué hacer.
—Por poco y no estoy en el suelo desangrándome. —Aflojó la corbata.
—Ya vale. —Me acerqué y le deshice el nudo—. Estaba preocupada. No has visto cómo ha venido, cómo… cómo ese gilipollas la ha dejado.
Me abrazó y aspiré profundamente ese aroma amaderado que tan relajada solía dejarme. Pero hoy no cumplía su efecto—. Voy a ver si consigo dormir —Le besé el hombro.
—Espera… —Se detuvo—. ¿Y yo qué?
Me encogí de hombros—. Hazlo por esta noche.
—Joder, que en menos de ocho horas he de volver a irme.
—No haber venido tan tarde. Pero…, ¿Sabes que mañana vendrá a buscarla? No puedes dejarnos solas.
—Susan. —Se acomodó en el sillón—. No sabe dónde está. Y pase lo que pase, llama a la policía, ¿vale? Al vecino, al perro del vecino, o… a mí. Pero no vendrá.
Parecía tan decidido que me hizo sentir como una pequeña y estúpida niña asustada—. Más le vale.
Pero Allan tenía razón. Él no tenía cómo saberlo, y aun sabiendo que está conmigo desconoce la dirección. Nunca antes ha venido a casa, ni en nuestras escasas conversaciones le dijimos dónde vivimos. Es absurdo pensarlo. Amanda está a salvo y yo debía tranquilizarme.
Cuando desperté ella estaba mirando el techo sin pestañear, parecía dormida con los ojos abiertos y en cierto modo esa imagen se me antojaba perturbadora.
—¿Estás bien? —pregunté en tono bajo.
—Estoy —respiró y por fin dio su primer pestañeo. Después giró la mirada y la ubicó en mí—. ¿Qué voy a hacer ahora?
—Te quedarás aquí hasta que todo se normalice y puedas recuperarte. —Me incorporé sobre la cama y cogí mi móvil como todas las mañanas para ver los posibles mensajes. Ninguno.
—Va a venir a recogerme.
Entonces volví a mirar la mesilla y su móvil no estaba. La miré a ella, y lo tenía en sus manos.
—¡Cómo has podido decírselo! —grité fuera de mí y me levanté de inmediato.
—Es lo mejor —murmuró.
—¡Amanda, no es lo mejor! ¿Es que no lo ves? ¡No puedes irte con él, no lo permitiré! —Me vestí tan rápido como pude y bajé las escaleras de dos en dos con la esperanza de que Allan estuviera dormido. Pero él no estaba. Solo su ropa desordenada sobre la mesa al lado del desayuno a medio terminar. Maldita sea. Subí corriendo.
—Vístete. —Tiré mi ropa sobre la cama.
—Va a venir a buscarme.
—Nos vamos a comisaría. Vas a ponerle una orden de alejamiento ahora mismo.
—No puedo hacer eso.
En aquel momento la hubiera golpeado yo misma y obligado a que se vistiera o llevármela a rastras hacia la policía. Odiaba su testarudez, su voz débil y rota acompañada de esa mirada desamparada. Empezaba a odiar su incomprensión, su estúpido razonamiento del que no ve más de lo que tiene en sus narices.
—Si no te vienes conmigo, haré que sea la policía quien venga aquí a tomarte declaración.
Dirigió esos ojos llorosos y me hizo sentir culpable de su dolor. En ese momento se había creado un abismo entre nosotras y aunque jodidamente la amara como a una hermana, deseaba dejarla inconsciente y obligarla a que recapacitara. Quién podía entenderme.
—Mi lugar es estar con él. Me perdonará, lo sé. Y tendremos días malos y otros hermosos. No me importan los malos. Pero no puedo vivir sin esos días en que me ama.
—No te estás escuchando. —No podía salir de mi asombro—. ¿Te perdonará? ¿El qué ha de perdonarte ese cabronazo? ¿Que pienses? ¿Que hables? ¿Que llores?
—No puedes entenderlo…
—Ni quiero.
Por un instante mantuvo una mirada desafiante como nunca antes me había dado, y después agachó la cabeza negándose a sí misma. ¿Por qué todo tenía que ser tan complicado? ¿Por qué no se daba cuenta de la verdad? ¿Qué le daba él para que a pesar de maltratarla, ella lo amara cada día más? Mi actitud no iba a solucionar nada. Debía ser más comprensiva y accesible, o se encerraría en su mundo y no me dejaría entrar. Me senté a su lado y carraspeé la garganta para disculparme. Pero antes de despegar los labios escuché de nuevo un coche aparcando en la entrada. Amanda también lo escuchó y se puso alerta con los ojos bien abiertos, incluso aquel que ayer por la noche apenas podía abrir al completo.
—Quédate aquí. —Fue casi una orden, y aunque ella dijera que quería irse, no podía ocultar ese rastro de miedo que manaba de sus ojos.
Bajé las escaleras pensando en que podía ser Allan. Podía haberse dejado algo, o simplemente ha regresado para no dejarnos solas. Sin embargo el timbre de la puerta anuló mis pensamientos.
—¿Amanda? Sé que estás ahí —habló la puerta, y no era la voz de Allan.
Coger el cuchillo de nuevo era demasiado, ayer pude haber asesinado a alguien, y tampoco había que llegar a esos extremos. Busqué con la mirada todo el salón en busca de algo que sirviera de amenaza pero que no fuera mortal. Lo único que se me venía a la mente era el abre cartas, pero la diferencia entre eso y el cuchillo es mínima. En ese caso era preferible el cuchillo, y eso estaba descartado. No quería matarlo aunque deseara su muerte.
—¡Abre, maldita zorra! —Golpeó la puerta.
No había tiempo. Miré la chimenea y cogí el atizador; una vara de metal, ligera pero efectiva, como mucho podría romperle las piernas. Dios mío, ¿en qué estaba pensando?
—No lo hagas, Susan. —Era ella desde las escaleras.
—¡A la habitación! —grité.
—Déjame ir. Yo le conozco, y sabré calmarlo. —Me sorprendió el tono tan tranquilo en el que hablaba, casi de derrota.
—¡Qué te vayas! —Levanté la vara agitando los brazos.
Retrocedió unos escalones y después subió corriendo el resto. Era mejor así. La puerta había dejado de sonar y los pasos parecían haberse alejado. Me acerqué a la cocina y observé tras las cortinas. Allí estaba él con sus vaqueros ceñidos y las manos apretadas en puños. Estaba de espaldas y miraba hacia ambos lados de la carretera, como si esperase a alguien o se asegurase de que no había nadie cerca. Tuve un mal presentimiento. Se acercó al Ford rojo y a través de la ventanilla abierta cogió algo del asiento que guardó en sus bolsillos. Seguía de espaldas comprobando algo, y los latidos volvieron a desbordarse de mi pecho. Era el momento.
Abrí la puerta con cuidado y a grandes zancadas me abalancé sobre lo primero que vi en él; su cabeza girándose a mi encuentro. El atizador vibró por el golpe y me quedé conmocionada viendo como el gigante caía sobre la puerta del coche.
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—¿Recuerda cómo fue el impacto? —Me preguntó una señora de uniforme—. ¿Recuerda cómo le abrió la cabeza con esto? —Aproximó el atizador manchado y dentro de una bolsa transparente.
—Solo recuerdo como algo crujía bajo mis manos. Era como… como una cucaracha, una enorme y asquerosa cucaracha en vaqueros.